Poner a los científicos en contra de un «publico dispuesto a creer lo que sea», al que hay que mantener a distancia, es un desastre político. «Los que saben» se convierten en los pastores de un rebaño entendido como necesariamente irracional. Una parte de ese rebaño parece hoy, en efecto, haber perdido el sentido común. Pero ¿no es porque ha sido humillado, empujado a hacer causa común con lo que mas enloquece a sus pastores? Y los otros, los indóciles y rebeldes que se activan para hacer germinar otros mundos posibles, son tratados como enemigos.
Si la ciencia es una «aventura» – según la expresión del filosofo Whitehead-, estamos también ante un desastre científico, porque los científicos necesitan de un medio que rumie (que diga «si…, pero») o resiste u objete. Cuando el sentido común se vuelve enemigo, el mundo se empobrece, la imaginación desaparece. Allí podría estar el rol de la filosofía: hacer la soldadura entre la imaginación y el sentido común, reactivándolo, y civilizar una ciencia que confunde sus logros con la consumación del destino humano.
El mundo ha cambiado desde los tiempos de Whitehead.
La debacle ha sucedido a la decadencia que, según él, caracterizaba «nuestra» civilización. Hoy tendremos que aprender a vivir sin la seguridad de nuestras demostraciones, a consentir un mundo que se volvió problemático, en el que ninguna autoridad tiene poder de arbitrar, en el que hay que aprender a hacer sentido común.