La taberna es un prodigioso lugar en la vida humana. Ahí se entrecruzan caminos, se atan efímeras amistades que luego se pierden y se añoran; se desatan enormes toletoles donde este pierde un diente y el de allá, una oreja; se adquieren conocimientos, se pierden ilusiones; se entera uno de la pequeña historia y se ríe de la gran política. Pero, sobre todo, se come muy bien. Y mucho. Con refinamiento. Pero sin remilgos.
¿Qué es la cocina canalla? No es, por cierto, el guisote sabrosón y basto, bien llenador, abotagante. No es, digamos, el charquicán de carne molida, grasoso, con aspecto de mazamorra color marrón, el mismo que suele tener la comida casera de perro. Ni es la cazuela con un centímetro de enjundia que, luego de cuchareada, deja los labios pegados por el sebo.
En la cocina canalla emerge y triunfa una cocina de calidad, sencilla y por sobre todo sabrosísima, de ingredientes considerados no aptos para précieuses ridicules. Es cocina que se ríe a carcajadas de los concursos culinarios, de los hierbajos endémicos, las pirotecnias químicas, las innovaciones y audacias. Cocina de familia numerosa y pobre que se las arregla para comer bien. De madre o abuela que cocina con arte y atención al detalle. Que lo aprovecha todo. Que le saca partido a lo que fuere que aparezca. Cocina de vieja que ofrece almuerzos en su restorancito carretero. O sea, de huarique, de picá, de taberna, de bistró. De canalla que no sabe de arribismo, que es auténtica y se acepta. La cocina canalla es la de gente de manos ásperas y lengua sutil.