Es 1985 y, desde hace dos años, León Ferrari y su compañera Alicia han comenzado un largo retorno al país. Exiliados en Brasil a causa de la infame dictadura cívico-militar en la Argentina, y con residencia en San Pablo desde 1976, vivirán de manera intermitente en la ciudad paulista y en Buenos Aires hasta 1991, año de su regreso definitivo. Es 1985 y Ferrari crea La Basílica; retoma así un tipo de obra –el collage literario– en el que había incursionado en 1967 para elaborar Palabras ajenas (serán cuatro los que realice a lo largo de toda su producción). La Basílica posee una estructura teatral y es, además, anfibio: se trata del único de esta serie de textos en el que el artista incorpora imágenes. Los personajes de este drama –Jehová, Jesús, Adán, Eva, ángeles exterminadores y Ronald Reagan, entre otros– emiten discursos delirantes que no son más que la reproducción, a través de citas, de las nociones fundamentales de la cultura judeocristiana. Alojados en las negras fuentes bibliográficas de Occidente, los fragmentos extraídos de su contexto original revelan el mundo de espanto que promueve Occidente. Por fortuna, el demiurgo Ferrari agrega cierto humor agrio y propone quemar gatos para congraciarse con un dios, o confundir al público con sentencias confusas y olores contradictorios. Es 1985, la pasión y la fiereza están intactas, y Ferrari construye esta basílica –este monstruo bicéfalo de imágenes y palabras– demostrando cómo la letra con sangre entra y cómo todos los grandes angustiadores de cada época cumplen políticamente con sus amos.