¿Utilizamos anglicismos porque suenan más modernos, porque son más concretos o para ocultar realidades incómodas? ¿Suenan bullying, mobbing o minijob más inofensivos que «acoso escolar», «acoso laboral» o «empleo precario»? ¿Cuánto dice el diminutivo que usas sobre el lugar al que perteneces? Si la hache es muda, ¿por qué no es inútil? ¿Cuánto nos enseñan los nombres de los colores sobre nuestros prejuicios lingüísticos? ¿Por qué todos hablamos como mínimo un dialecto? Preguntas como estas se formula e intenta responder Lola Pons en su nuevo libro El árbol de la lengua. La autora defiende que la pureza lingüística es tan peligrosa como la pureza racial, que la palabra tiene la capacidad tanto de prender como de apagar el fuego, que quien engaña con el discurso va a ser capaz de trampear con las cuentas y las leyes y que los escaños son, por etimología, pero, sobre todo, por lo que implica ser político, un asiento para compartir. El árbol de la lengua es un libro delicioso e inteligente dirigido a aquellos que no confunden pedantería con riqueza lingüística, ni imprecisión con llaneza. Aquellos que no se conforman con el cliché de que el cuidado lingüístico sea políticamente conservador y que la creatividad lingüística sea políticamente progresista; y aquellos que entienden, en definitiva, que la lengua que no cambie será la próxima dueña del cementerio.