No recuerdo en qué momento decidiste hacer un libro con la historia de Carmen Gloria Quintana y Rodrigo Rojas, pero sí sé con qué fuerza asumiste que había que dejar registro de la mentira que difundían las autoridades del Régimen a través de todos sus medios y contrastarla con la verdad de lo ocurrido.
Recuerdo tu ira cuando escuchamos al entonces subsecretario del Interior afirmar con vehemencia en una conferencia de prensa que todas aquellas informaciones que decían que los autores de esas horribles quemaduras en los cuerpos de Carmen Gloria y Rodrigo eran militares, formaban parte de una campaña destinada a “utilizar políticamente esta desgracia lamentable”. En ese mismo momento supimos que no habría justicia.
No logro identificar el momento preciso en que decidiste hacer este libro. Pero sí sé que las mentiras del vicealmirante Carvajal, del general Ojeda y de Alberto Cardemil, entre muchos otros, aportaron una cuota del estímulo que necesitabas. La idea la fuiste amasando en tu cabeza al mismo tiempo que recorrías las calles de Santiago en busca de los testimonios que te permitirían dilucidar cómo y quiénes habían quemado a los dos jóvenes que tan profundamente te habían impactado.
Y era en esos momentos, los de mayor tensión, cuando tú desplegabas tus mejores cualidades para enfrentar una investigación periodística. Eras una cirujana. Todo lo ibas ordenando en estricto orden por referencia temática. Y cuando te decidías a escribir, tu escritorio era como un quirófano: en un rincón estaban los hechos confirmados, cuidadosamente relatados por voces autorizadas –testimonios que habías rescatado arduamente, transcrito desde tu grabadora y sintetizado–; en otro rincón, las versiones que debías chequear. Desde tus dedos tecleando la máquina, los personajes hablaban claro y conciso.